jueves, 28 de mayo de 2020

El cálculo de la longitud, un persistente problema para los antiguos navegantes

Foto: Durante la edad de oro de la navegación a vela determinar la longitud exacta fue el principal problema para los navegantes.

Establecer y conocer la longitud correcta fue durante muchísimos años un auténtico quebradero de cabeza para los navegantes que provocó innumerables pérdidas de buques y mercancías por no poder determinar la situación exacta.

Para hallar la situación exacta en la mar es imprescindible conocer con exactitud la hora del lugar en que se encuentra la nave y la hora de referencia en un punto concreto conocido de antemano, sin estos dos datos es imposible determinar la longitud.

En nuestros días es un cálculo que resulta fácil, basta con un reloj de pulsera, sin embargo hasta la segunda mitad del siglo XVIII no se habían construido cronógrafos que aguantasen las inclemencias que la mar somete a todos los aparatos instalados a bordo de un buque.

La longitud se define como el punto en que corta un meridiano el ecuador o cualquier otro punto de un paralelo de latitud norte o sur, al ser la tierra redonda el ecuador es un círculo de 360º, como además el día tiene veinticuatro horas, si dividimos los 360 grados entre 24 horas sabremos que a cada hora de diferencia le corresponden 15 grados.

La hora local de un punto cualquiera se puede saber observando la posición del Sol, pero los navegantes necesitaban tener también la hora de un lugar de referencia en tierra, la que luego fue la hora universal por convención de un meridiano cero, para saber a cuánta diferencia horaria se encontraban.

Para mayor equívoco, hasta que se definió de forma internacional un meridiano cero se tomaban referencias de diferentes lugares pues entraban en juego divisiones políticas, estrategias de poder y argumentos culturales.

Inicialmente, dado el poderío de la armada española se pusieron como tal los meridianos que pasaban por diferentes partes de España, Francia tenía el suyo, Inglaterra también y como en ese siglo su predominancia iba en aumento definitivamente quedó como meridiano cero el que pasa por Greenwich, con 180 grados hacia el este y el oeste hasta cubrir todo el globo.

Hacia el año 1735, John Harrison, un relojero inglés desconocido y fuera de los círculos eruditos de Londres logró construir el primer cronómetro que reunía las características necesarias para superar los problemas de a bordo. No se parecía en nada a los relojes de péndulo convencionales, utilizó diferentes materiales para contrarrestar las dilataciones y presiones.

Sin embargo, la fama y el reconocimiento tardaron en llegar, sus prototipos denominados H-1 (Harrison-1) H-2, H-3, H-4 y H-5 se vieron inmersos en todo tipo de problemas burocráticos y de envidias causados por el Consejo de la Latitud, organismo oficial que debía aprobar los trabajos sobre el tema y era el encargado de conceder un premio en metálico a aquel que fuera capaz de solucionar la cuestión del cálculo de la longitud.

Sin embargo, finalmente la suerte le sonrió y en el año 1772 el rey Jorge III tomó bajo su protección a Harrison y a su hijo en contra de la opinión del consejo y más tarde, en julio de 1775, el capitán Cook a bordo de su “Revolution” dio el espaldarazo final al aparato al denominarlo en su diario de navegación “nuestro buen amigo el reloj” y “nuestro guía infalible” durante el viaje que realizó al Sur del Pacífico.

Harrison falleció en marzo de 1776 consolidando un fama de sufridor entre los relojeros ingleses al haber pasado gran parte de su vida buscando la solución a un complicado problema y aguantando a unos torciteros burócratas que no querían que consolidase sus inventos.

Su invención y desarrollo abrió a la marina inglesa los caminos del mar y le permitió hacerse con el dominio del mismo que mantuvo a lo largo de casi doscientos años.

De hecho, ninguno de los países que pugnaban con los británicos por el dominio de los mares, principalmente españoles y franceses pudieron lograr desarrollar un cronómetro que pudiera igualarse al de Harrison, lo que apartó a estas potencias de poder consolidar el dominio sobre los mares.


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